miércoles, diciembre 09, 2009

SOBREDOSIS ORIENTAL

Los asiduos lectores que se acercan a esta humilde morada sabrán del gusto de la que aquí escribe por el cine oriental. En esta ocasión debo hablarles de no una sino dos películas japonesas, muy interesantes a mi parecer. Llega el momento de que les explique el porqué.
La primera de ellas es Still walking (Aruitemo, aruitemo; Hirokazu Koreeda, 2008).



La historia de una familia cualquiera, con sus problemas y la falta de comunicación que tanto gusta a los cineastas orientales de las últimas generaciones (es sintomático que les preocupe tanto este hecho). Las relaciones entre padres e hijos nunca son sencillas pero si los impedimentos para el contacto pasan por el recuerdo de un hijo muerto, el mejor de los dos varones, y por la desilusión por no tener un vástago médico como el padre, las cosas se complican.
Me planteo la posibilidad de colocar en este punto unas mayúsculas rezando la consabida leyenda de spoilers, pero me doy cuenta de lo absurdo que sería. Koreeda no nos cuenta nada en especial. Ni lo pretende. Simplemente se vale de imágenes cuidadosamente enmarcadas e iluminadas, con encuadres que, en ocasiones, se quedan a ras de tatami, para mostrar realidades, momentos de reunión familiar como los que se dan en nuestras casas. Las mujeres preparan la comida mientras los hombres ayudan (los más jóvenes) o deambulan (el anciano patriarca) aguardando el momento de sentarse a la mesa.


Con escaso artificio nos muestra tradiciones y rituales propios de la cultura japonesa, como los momentos ante el cuidado altar erigido por el hijo perdido o las labores de preparación de la gastronomía nipona, y demuestra ser un buen seguidor del arte del gran Yasujiro Ozu. En ocasiones la realidad supera la ficción en interés. Y si los intérpretes dan la talla, huyendo de sobreinterpretaciones y amaneramientos, para qué queremos más.


La segunda película visionada es Despedidas (Okuribito; Yohiro Takita, 2008). Aunque emparentada en cierto modo con la anterior, debido a la alusión hacia la muerte de aquélla, Takita va más allá y convierte el tema en el argumento principal del film.


Con un protagonista, amortajador a su pesar, que recuerda en ocasiones al maravilloso Nino Manfredi en El verdugo (salvando las luengas distancias, claro está), se pone de relieve la importancia ceremonial que se otorga al momento de la muerte en Japón. Lo que comienza siendo prácticamente una comedia se torna belleza en estado puro y emoción desbordada ante los ultimos cuidados ofrecidos a los seres queridos.

El uso de los kimonos, el ritual de los baños públicos, la gastronomía, una vez más, la frialdad de los nipones ante los sentimientos (los abrazos de los protagonistas y la escena en la cocina, la más ¿torrida? de la película, me dejaron alucinada. Nunca me acostumbro a esa insensibilidad contrapuesta a nuestra cultura táctil)... Todo ello es mostrado con ese toque a medio camino entre la amargura de la muerte y la dulzura de unos sentimientos que acaban por aflorar.


De nuevo, la técnica al servicio de la historia, con una fotografía luminosa que se sirve de escenarios naturales para crear hermosas postales, con una dirección que se hace notar en determinados momentos, como para sacudir al espectador sutilmente, no vaya a ser que se introduzca demasiado en la hermosa narración.

Una vida que surge de entre las historias de los que se van. Una cinematografía, la japonesa, que resurge de sus cenizas. Dejémoslo estar. Siempre sorprendente. Siempre periferia.