lunes, enero 25, 2010

CON ALMA DE CIENTÍFICO


Una muestra del respeto (¿tal vez miedo?) de los hijos para con sus padres.


Michael Haneke tiene la virtud de conocer al ser humano, de poder ahondar en sus más escondidos misterios, de llegar a las profundidades de su alma, y mostrarlo tal y como es. Máscaras fuera.

¿De qué se trata en esta ocasión? Después de la estupenda Caché (ya reseñada en este blog) - sin considerar el remake yanqui de Funny Games (2007) -, el cineasta alemán vuelve a la carga con una historia pequeña, ambientada en la Alemania previa a la I Guerra Mundial, y con una minúscula población como protagonista.

Aviso: SPOILERS

Con la paciencia necesaria y con un dominio preciosista de la narración, nos va introduciendo en la sociedad cruel e inflexible en la que viven los habitantes de este pueblo maldito. Una estricta moralidad judeocristiana impregna la vida en todas sus facetas y los dirigentes se rigen por la normas de lo virtuoso y lo correcto a los ojos de Dios (dirigentes entre los que excluyo al maestro, testigo de excepción y narrador en off de la historia, por no hacer una radical interpretación de dichas normas).

Cuando la respresión es desmedida, cuando las gentes actúan de determinada forma sólo por miedo a las consecuencias, cuando no se puede protestar ante un cacique inflexible, un pastor tirano y cruel o un maestro pusilánime, es entonces, tras mucho aguantar, cuando la rebelión estalla y del modo menos esperado.
Se suceden "accidentes" entre las gentes del pueblo: cables en medio del camino y palizas terribles que nos ponen en la pista de quiénes son los responsables. Lo mejor de todo es que Haneke consigue que no se lo tengamos en cuenta, aunque sea algo totalmente deleznable, porque sabemos que los verdaderos culpables de que todo ello suceda son otros, con sus reglas y su virtud mal entendida. Así es, podemos ponernos en la piel de los salvajes, aquellos que todavía no están capacitados para ofrecer una respuesta racional ante el sufrimiento. Y ahí radica la maestría del cineasta, que no permite que emitamos un juicio sin haber escuchado a todos los testigos. Y que se limita a mostrar realidades extremas, sí, pero posibles al fin y al cabo.


Uno de los portadores de la humillante cinta blanca.


Salimos de la sala 2 sin respuestas pero con muchos interrogantes que resultan saludables para nuestra mente. En mi caso no me importa que queden cosas sin resolver, eso es lo de menos. Lo verdaderamente importante es la disección del ser humano a la que asistimos como espectadores privilegiados, a través de unas imágenes que rezuman belleza y poesía (me pareció magnífica la escena de la campesina muerta, con un encuadre perfecto, una imagen que no encuentro en ninguna parte).

Ese blanco y negro que tanto ha llamado la atención entre la crítica, especializada o no, da lugar a la muestra de nevados paisajes hermosísimos y a una veracidad buscada. Haneke afirma haber rodado así porque le apetecía y porque de esa época sólo tenemos testimonios sin colorear. Es más, se sabe que el casting estuvo marcado por la búsqueda de actores que tuviesen cara de principios de siglo XX (no hay más que ver a Christian Friedel caracterizado como el maestro de escuela para darse cuenta de ello). He de decir que, además de parecer transportados por la máquina del tiempo, todos ellos, niños incluidos, hacen una labor estupenda.


Ni siquiera con actos bondadosos el reverendo se muestra cariñoso con sus vástagos.


Una vez más asistimos con horror a la presentación de una violencia que apenas se ve pero que se siente como si fuésemos los propios agredidos. Se podría decir que es la firma de autoría de un director que se complace en mostrar con contundencia una sociedad que en este caso se ve envuelta en los inicios de una guerra, un dato que no me parece excesivamente relevante, ya que lo que aquí sucede se podría inscribir en muchos otros marcos, históricos o no, porque, no lo olvidemos, Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit (Plauto), aunque en este caso el problema es que todos nos conocemos bien.

Y aprovechando que también he visto en estos días El manantial de la doncella (Ingmar Bergman, 1960), me gustaría hacer un comentario acerca de la similitud entre ambos films puesto que mi mente se ha puesto a funcionar y halla parecidos más que razonables. Si la estética es muy semejante, las claves del argumento parecen aproximarse igualmente. Veamos: dos comunidades pequeñas y enclavadas en el ámbito rural se ven trastornadas por unos terribles sucesos que ponen en entredicho sus creencias religiosas. La brutalidad y la crueldad marcan el devenir de los hechos, por los cuales siempre acaban pagando los que menos culpa tienen, y las reacciones posteriores. Sin embargo, mientras Bergman continúa en su línea de culpar a Dios (o más bien a aquellos que creen en Él, ya que el cineasta siempre se preguntó acerca de su existencia), Haneke se queda en lo puramente terrenal y, aunque sabe que las reglas comunitarias están marcadas por la ley divina, propone la mala interpretación o el llevarlo todo al extremo como la causa más probable.
Dos visiones particulares de la naturaleza humana y de los porqués de su actuación. Ambas válidas y con resultados estupendos.
No me voy a extender en un análisis profundo de El manatial... pero se la recomiendo enfervorecidamente, como todo aquello que lleve el sello de Bergman. Como todo aquello que lleve el de Haneke. Disfruten.

jueves, enero 21, 2010

ME GUSTARÍA SABERLO...

Carol y The Bull proclaman a Max como rey de los monstruos en las ilustraciones de Sendak.


En 1963 Maurice Sendak publicó Donde viven los monstruos (Where the wild things are), uno de los cuentos infantiles más estimados en la literatura contemporánea. Con escasamente 40 páginas y unas magníficas ilustraciones propias, el autor consiguió crear un mundo onírico en donde los niños malos pueden rebelarse a placer y hacer de las suyas rodeados de sus nuevos amigos: los monstruos.

Spike Jonze tenía interés en adaptar el pequeño cuento a la pantalla cinematográfica y lo ha conseguido. Y de qué manera.
Jonze es conocido por crear películas alucinantes y alucinadas en la línea de Cómo ser John Malkovich - ¡Malkovich, Malkovich! - (Being John Malkovich, 1999), película que muestra un universo muy peculiar creado para lo ocasión por Charlie Kaufman.
En este caso, Jonze se ha valido de la ayuda del propio Sendak y de la de Dave Eggers para crear un guión inspirado en el libro y desarrollado con maestría. El cineasta utiliza el texto como punto de partida para crear una historia repleta de valores morales y con una enseñanza clara: aunque las cosas no sean como uno quiere hay mejores maneras de llegar a un entendimiento sin tener que pisar el peligroso terreno de lo irracional.

Max es un niño triste, que se siente menospreciado por su familia rota. Su madre no le presta toda la atención que debiera y su hermana está en esa edad en que los hermanos pequeños sólo molestan. El pequeño se rebela de la forma más imprevisible y, dando rienda suelta a su imaginación, se refugia en aquel lugar donde viven los monstruos, que ellos sabrán comprenderle mejor. Pero estos monstruos también tienen problemas y, al igual que Max, no siempre se sienten bien. Cuando el recién coronado rey se dé cuenta de que las cosas no son tan sencillas, de que a veces su comportamiento no es el adecuado, estará preparado para afrontar su vida con otra mirada.

Para dar forma a este mundo imaginario, Jonze se ha basado en las ilustraciones de Sendak y ha creado unos monstruos maravillosos, con caracteres prototípicos que no son sino la visualización del complejo carácter del protagonista. Para ello se han utilizado dos técnicas, la de la animación a través de actores que se meten en la piel peluda de los personajes, y la de la animación digital, con el fin de dotar a sus rostros de expresiones complejas. Las voces corren a cargo de gente como James Gandolfini (Carol) o Paul Dano (Alexander).
Para interpretar el papel de Max se escogió a un chico que demuestra una gran madurez a la hora de interpretar un papel que resulta complejo. Max Records debuta con un gran trabajo en todo momento, volviéndose loco cuando ha de hacerlo (qué grandes momentos salvajes) y dando cuerpo a una reflexión dura para un niño.


Max y sus nuevos amigos miran la puesta de sol desde su recién construido hogar.

Uno de los elementos más impresionantes de la película, y que ayuda a crear la sensación de lugar mágico, es la fotografía de Lance Acord. La imagen previa sirve como muestra para comprobar cómo juega con la luz natural para crear escenas impactantes y realmente hermosas. Con las caminatas por el desierto, con ese perro que parece extraído de La historia interminable (Die unendliche Geschichte, Wolfgang Petersen, 1984), las carreras por el bosque o la navegación en el pequeño bote se han conseguido imágenes magníficas.
Son destacables también momentos en los que Max Records es absoluto protagonista de los planos, unos planos que conjugan esa luz cálida con la candidez de su rostro, con un resultado que más parece una oda al pequeño actor que una película de monstruos.


Max Records, vestido de monstruito, juega con Spike Jonze.


Y si todo esto lo acompañamos con una BSO de lujo, interpretada por Karen O and the Kids, para qué queremos más.

No se trata de una película de niños, es más, visto lo visto, ni siquiera creo que le guste a los más pequeños. Pero los mayores disfrutamos horrores con ella, nos emocionamos mucho y, en ocasiones, dejamos escapar una pequeña lágrima. Son directores como Jonze o el también creativo Gondry los que lo logran. Y nosotros nos dejamos hacer porque también queremos ser monstruos, aunque sólo sea por unos minutos.


miércoles, enero 13, 2010

EN OTRA OCASIÓN...

Cartel de la película.


Aquí os dejo la reseña de Capitalismo: una historia de amor (Michael Moore, 2009). Algunos ya sabéis lo que esto significa. Otra vez será.

Cuando la fórmula funciona no parece necesario modificar nada. Michael Moore lo sabe y con un simple cambio de guión, yendo de lo particular a lo general - desde el cierre en Flint de la planta de General Motors mostrado en Roger and me (1989) hasta la película que nos ocupa -, nos ofrece un nuevo documental, ahora tratando de meter el dedo en el ojo de aquellos que gobiernan el sistema económico de los EE. UU.

Más de lo mismo encerrado en un formato idéntico, con esa voz en off que interpela al espectador aguardando que éste se una a sus filas de rebeldes con causa, un montaje ingenioso de imágenes de archivo, entrevistas oportunas, asaltos a mano cuasi armada y una banda sonora seleccionada con acierto. Con algún toque de ironía, ciertos momentos que rozan el ridículo (sus intervenciones no pasan de ello) y, sobre todo, mucho dramatismo que pretende enrojecer los ojos del espectador, Moore trata de analizar lo que él considera la madre de todos los males de la sociedad estadounidense. Sin embargo, parece que la lucha (y su presencia en pantalla) se va difuminando con el paso del tiempo y aquel que anteriormente se apostaba inflexible frente a las puertas de Wal - Mart (Bowling for Columbine, 2002) hoy ya no es capaz más que de delimitar la escena del "crimen" con una cinta policial.


Michael Moore haciendo de las suyas.


Moore, autodesignado como ruidosa conciencia social, es consciente de que provoca tantas simpatías como odios pero no por ello ceja en su empeño de mostrar al mundo realidades denunciables que quizá se queden en una mera crítica cuando está claro que el espectador se merece un análisis mucho más profundo. Sin embargo, si el ánimo lo permite, ese barniz crítico que se da a la actual situación económica puede provocar una profunda reflexión por parte del espectador, algo a lo que apela el cineasta que no gusta de un público pasivo. Tal vez parezca demasiado simplista por su parte, tal vez sea un hilo del que seguir tirando pero, aunque una salga de la sala pensando que tampoco ha visto nada nuevo, las más de dos horas se pasan volando gracias al ingenio del irónico cineasta bien arropado por un eficiente equipo de documentalistas y montadores.

Pura alabanza hacia Obama, presunta reencarnación de Roosevelt y nuevo "mesías"; entretenimiento y provocación a partes iguales en una receta que sigue siendo provechosa pero que no acaba de convencer.


Un último apunte: atención al cartel del film. No consigo saber quién es el autor pero supongo que será el mismo que hizo el diseño para In the loop (Armando Iannucci, 2009) y Burn after reading (Ethan y Joel Coen, 2008). Nuevos diseños para nuevos tiempos.

viernes, enero 08, 2010

NUNCA ES DEMASIADO TARDE

Cartel de la película.

Nunca es demasiado tarde para una reconciliación con el cine argentino.
Gracias a películas como El secreto de sus ojos (Juan José Campanella, 2009) no resulta difícil dejar de lado juicios preconcebidos y olvidar por un momento por qué había dejado de ver este tipo de cine, y digo tipo, porque para mí se había convertido en un subgénero empalagoso y reiterativo que me quitaba las ganas de ver cualquier cosa que se asimilase a nombres como Héctor Alterio, por poner un ejemplo claro como el agua.
Lo cierto es que las críticas leídas y escuchadas me daban ánimos para acercarme a la sala 9 (dos veces en una semana parece mucho, pero así es) y de esta manera hice. Y no me he arrepentido (nunca lo hago), vaya que no.
Empecemos por la parte técnica, lo más evidente siempre y que en mi caso, ha de atraparme con fuerza, en caso contrario la mente empieza a vagar por entre las butacas y el propósito del film no se lleva a cabo. La fotografía es magnífica, con saturaciones de colorido y una planificación de planos y contraplanos, en ocasiones realmente trabajados, que hacen que el visionado sea un placer para la vista. Movimientos muy estudiados también, como el increíble plano secuencia del campo de fútbol, escena trepidante que anima un ritmo próximo al más puro film noir.

Plano secuencia en el campo de fútbol. Tremendo.


El oído también se siente regalado por la estupenda banda sonora de Federico Jusid, muy ajustada a la temática, envolvente cuando la historia lo requiere y ausente cuando no es necesaria.
Los actores, qué decir de unos actores que hacen suyos los personajes desde el primer minuto de la película. Y no sería justo destacar a Ricardo Darín, a pesar de merecer todos los halagos, cuando el plantel al completo rezuma verdad. La complicidad entre el propio Darín, Villamil y Francella (qué grandes las salidas de Sandoval. Las risas se sucedían entre los espectadores, y con razón) logran que el espectador salte sin red y se zambulla en una historia hilada con precisión. Pero este apunte ya entraría dentro de otro apartado y no quiero cerrar las alusiones al trabajo actoral sin mencionar a Javier Godino, aborrecible asesino que llegó a provocar la náusea en la que esto escribe. Gran estreno para el joven actor madrileño que pronto pasará de las series televisivas a ser reclamado para la gran pantalla. Al tiempo.


Isidoro Gómez (Javier Godino) haciendo pasar miedo a los protagonistas.


Nunca es demasiado tarde.
Éste podría ser el lema que resume la película y que se repite en varios momentos. Una historia marcada por la resolución a tiempo de conflictos personales de toda índole, desde los particulares hasta los amorosos, pasando por odios y redenciones personales. Espósito es capaz de volver su azul mirada hacia el pasado y retomar una historia irresuelta de sus tiempos en el Juzgado Penal. Sus inicios como escritor prometen tras la jubilación. Irene se enfrenta a un amor que no pudo ser por miedo, por no saber reaccionar a tiempo. Afortunadamente, y a pesar del tiempo pasado, donde hubo fuego quedan rescoldos, y la historia puede resolverse con un final feliz. Morales logra saldar una deuda a su manera, pudiendo quedar en paz si es que se puede tras haber perdido al amor de su vida. Y Sandoval se redime de sus pecados dándolo todo por el único amigo que es capaz de respetarle.
Amor, crímenes y venganzas en un mundo jurídico al que se quita hierro con mucho humor, inmerso en los cambios de la Argentina de finales de los años 70.

Irene (Soledad Villamil) y Benjamín (Ricardo Darín). Porque nunca es demasiado tarde.

Un juego de historias enlazadas gracias al buen hacer de Campanella que, jugando con el recurso del flashback, es capaz de llevar a cabo una de las mejores adaptaciones cinematográficas vistas por mí a partir de la obra de Eduardo Sacheri (La pregunta de sus ojos, 2005). La labor del cineasta argentino es tan buena que, elaborando un guión junto con el propio Sacheri, es capaz de que el espectador perciba una obra que es leída en imágenes. Tal vez no sepa cómo explicarme ante una sensación que no había tenido previamente en lo que a visionado de películas se refiere, pero el hecho es que fue así. Y tras volver a ver un destrozo como es Alatriste (Agustín Díaz Yanes, 2006), la comparación, siempre odiosa, hace que no pueda sino ensalzar El secreto de sus ojos. Porque para mí sucede lo mismo. Nunca es demasiado tarde.